Cuentos by E. T. A. Hoffmann

Cuentos by E. T. A. Hoffmann

autor:E. T. A. Hoffmann [Hoffmann, E. T. A.]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Fantástico, Terror
editor: ePubLibre
publicado: 2015-01-01T00:00:00+00:00


La batalla

—¡Toca generala, vasallo Tambor! —exclamó Cascanueces en alta voz.

E inmediatamente comenzó Tambor a redoblar de una manera artística, haciendo que retemblasen los cristales del armario.

Entonces se oyeron crujidos y chasquidos, y María vio que la tapa de la caja en que Federico tenía acuarteladas sus tropas saltaba de repente, y todos los soldados se echaban a la tabla inferior, donde formaron un brillante cuerpo de ejército.

Cascanueces iba de un lado para otro, animando a las tropas con sus palabras.

—No se mueve ni un perro de Trompeta —exclamó de pronto irritado.

Y volviéndose hacia Pantalón, que algo pálido balanceaba su larga barbilla, dijo:

—General, conozco su valor y su pericia; ahora necesitamos un golpe de vista rápido y aprovechar el momento oportuno; le confío el mando de la caballería y la artillería reunidas; usted no necesita caballo, pues tiene las piernas largas y puede fácilmente galopar con ellas. Obre según su criterio.

En el mismo instante, Pantalón se metió los secos dedos en la boca y sopló con tanta fuerza que sonó como si tocasen cien trompetas. En el armario se sintió relinchar y cocear, y los coraceros y los dragones de Federico, y en particular los flamantes húsares, se pusieron en movimiento, y a poco estuvieron en el suelo.

Regimiento tras regimiento desfilaron con bandera desplegada y música ante Cascanueces y se colocaron en fila, atravesados en el suelo del cuarto. Delante de ellos, aparecieron los cañones de Federico rodeados de sus artilleros, y pronto se oyó el ¡bum…, bum!, y María pudo ver cómo las grajeas llovían sobre los compactos grupos de ratones, que, cubiertos de blanca pólvora, se sentían verdaderamente avergonzados. Una batería, sobre todo, que estaba atrincherada bajo el taburete de mamá, les causó grave daño tirando sin cesar granos de pimienta sobre los ratones, causándoles bastantes bajas.

Los ratones, sin embargo, se acercaron más y más, y llegaron a rodear algunos cañones; pero siguió el ¡brr…, brr!…, y María quedó ciega de polvo y de humo y apenas pudo darse cuenta de lo que sucedía. Lo cierto era que cada ejército peleaba con el mayor denuedo y que durante mucho tiempo la victoria estuvo indecisa. Los ratones desplegaban masas cada vez más numerosas, y sus pildoritas plateadas, disparadas con maestría, llegaban hasta dentro del armario. Desesperadas, corrían Clarita y Trudi de un lado para otro, retorciéndose las manitas.

—¿Tendré que morir en plena juventud, yo, la más bonita de las muñecas? —decía Clarita.

—¿Me ha conservado tan bien para sucumbir entre cuatro paredes? —exclamaba Trudi.

Y cayeron una en brazos de la otra, llorando con tales lamentos que a pesar del ruido se las oía perfectamente.

No te puedes hacer una idea del espectáculo, querido lector. Sólo se escuchaba ¡brr…, brr!…; ¡pii…, pii!…; ¡tan, tan, rataplán!…; ¡bum…, bum…, burrum!…, y gritos y chillidos de los ratones y de su rey; y luego la voz potente de Cascanueces, que daba órdenes al frente de los batallones que tomaban parte en la pelea.

Pantalón ejecutó algunos ataques prodigiosos de caballería, cubriéndose de gloria; pero los húsares de



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